La casualidad ha querido que este mes de agosto, cuando se han
cumplido 75 años del asesinato de Trotsky a manos de Ramón Mercader,
agente del estalinismo, me encontrara leyendo la fabulosa novela del
escritor cubano Leonardo Padura El hombre que amaba a los perros, que
narra el exilio del líder bolchevique desde su salida de la URSS y las
andanzas de su asesino, desde que es reclutado por su madre Caridad y
apartado de las trincheras de Guadarrama en plena guerra civil. No fue
nada premeditado. No pensé en tal coincidencia ni recordaba en absoluto
en qué época del año había muerto Trotsky, pero cuando empecé a ver y a
leer recordatorios de la efeméride, tuve la sensación de que me acercaba
un poco más al personaje de la novela, o que el personaje de la novela
se acercaba más al Trotsky real, y juntos configuraban en mi cabeza una
imagen que va más allá del relato histórico.
Tal vez estoy
quitándole méritos a la novela y esta me hubiera provocado la misma
reacción de haberla leído en otra época y otro año. Quién sabe. Se trata
de una obra extensa, escrita en un tono y un estilo directos, casi de
crónica, con reflexiones certeras puestas siempre en boca o en la mente
de los personajes. Porque ese es, pienso yo, el objetivo, adentrarse en
la vida y los hechos concretos en los que se vieron envueltos los
principales protagonistas de la historia, que es también historia en
mayúsculas. Nos adentramos en su entorno inmediato, nos situamos a su
lado y les seguimos de cerca, en la intimidad. Somos testigos de cómo
les afectan los grandes acontecimientos que se sucedieron día tras día
en esa época turbulenta, del impacto que tiene la historia en la vida
privada de sus protagonistas. La novela constituye a su vez una
reflexión sobre cuestiones políticas de fondo y de gran calado,
recogidas también en una tercera línea narrativa situada en las décadas
70 y 80 en la isla de Cuba, donde Mercader pasó sus últimos días después
de salir de la cárcel.
La violencia revolucionaria, el fanatismo
convertido en obediencia ciega, el miedo como arma, su fuerza y su
capacidad de corromper y corrompernos, la necesidad del debate interno
dentro del partido revolucionario, el sentido de las purgas estalinistas
mediante las cuales se borró la memoria de la Revolución de Octubre,
exterminando a quienes la protagonizaron. El propio Trotsky personaje,
en el libro reflexiona sobre su papel y el de Lenin en la formación de
la Cheka y el inicio del terror en los tiempos de la Guerra Civil. No se
puede comparar una cosa con la otra, las acciones resueltas que se
emprenden en medio de un conflicto armado para salvar la revolución y
sus principios, con la represión brutal y el terror desatado cuyo único
fin es consolidar el poder absoluto de quien impone un régimen
totalitario, la muerte de esos principios. Pero aun así, ¿no sería eso
el punto de partida, el primer eslabón que nos conduciría hasta las
purgas y el gulag?
Trotsky es un personaje aislado, rodeado de
sombras, que reflexiona a la distancia y sigue su lucha sin cuartel con
la desesperación del hombre de acción obligado a mantenerse al margen.
El peligro le acecha, y mientras huye y se esconde, familia, amistades y
camaradas perecen por todo el mundo bajo el terror de Stalin. Uno de
los momentos más conmovedores del libro es cuando el pintor Diego Ribera
le comunica la muerte en misteriosas circunstancias de su hijo Liova,
quien se encontraba al frente de la IV Internacional en París. Nos damos
cuenta entonces de la dimensión de la tragedia. Una dimensión que es
doble, en lo político, por lo implacable de la persecución que sufriera
el movimiento trotskista y sus miembros, pero sobre todo en lo personal.
Solo un nieto sobreviviría a la ferocidad estalinista.
Mercader,
por otro lado, se convierte a medida que avanza la acción, en el contra
plano de Trotsky. Apartado del frente para ser entrenado como agente
secreto, su personalidad real es sepultada bajo la falsa identidad que
le serviría para acercarse a los círculos privados del viejo bolchevique
y al fin, al interior de su casa. Se ve obligado a romper con la mujer
que ama, a vivir una vida falsa y ajena a todo lo que le define como
ser, y a seguir desde la distancia, fingiendo indiferencia a veces, el
devenir de los acontecimientos. ¿Dos caras de una misma moneda?
Una
de las lecciones más importantes que nos ha legado el marxismo, a mi
modo de ver, es que la historia no la hacen los grandes hombres sino las
fuerzas sociales en conflicto. La historia es la historia de la lucha
de clases. Pero en esta lucha, organización y liderazgo tienen un papel
fundamental. Posiblemente, de haber sobrevivido, Trotsky no hubiera
podido cambiar la historia, y tanto el estalinismo como el reformismo
socialdemócrata habrían emergido de la Segunda Guerra Mundial como
corrientes hegemónicas en la izquierda mundial. Pero no hay duda de que
la intervención de Trotsky hubiera dotado al movimiento trotskista de
una cabeza lúcida y de un líder de valor inestimable. Algo sí habría
cambiado.
No sé hasta qué punto una figura siniestra en su
mediocridad como Stalin podría haber llegado a pensar con esa
perspectiva histórica o simplemente asesinó a Trotsky como punto
culminante del sangriento proceso de erigirse en dictador absoluto de la
“patria socialista”, clavando el último clavo en el ataúd de la
Revolución de Octubre. Sea como sea, el acto de Ramón Mercader no deja
de estar revestido de una trascendencia imperecedera. Igual que en la
novela de Padura el grito de Liev Davidovich sigue sonando en la cabeza
de Ramón Mercader hasta el fin de sus días, el eco de sus pasos y de los
pasos de su familia, sus amigos y amigas, y de multitud de camaradas de
la Oposición de Izquierdas asesinados por el estalinismo, resuena hoy
con fuerza entre quienes defendemos aún lo mejor de aquellos ideales, y
luchamos, como antaño, por un horizonte de transformación ética de la
sociedad.