Me siento en la mesa del bar donde como todos los días. Me sorprende en la televisión, una gran pantalla colgada en la pared, la información sobre el incendio en los municipios malagueños de Ojen, Cohin, Mijas y Marbella entre otros. Sorpresa del todo no, claro. La sorpresa ha sido por la mañana, al abrir el navegador y entrar en las páginas de información que acostumbro a visitar.
Una imagen que se ha repetido todo el verano. Llamas inmensas,
altas como personas, como casas, consumiendo árboles y bosques que tal vez
deberían haber estado más y mejor protegidos, y dejando tras de sí una
oscuridad grisácea pegada a la tierra.
Las imágenes en la tele son elocuentes como no lo serían mil
palabras. Mi primera preocupación ha sido la familia, que pasan el verano cerca
de la zona afectada. Mi hijo, como mi abuelo materno, nacieron en Málaga. Mi
hijo en Marbella, mi abuelo en Estepona, donde se recibía por la mañana una
ligera lluvia de ceniza, según expresaba a través de twitter un testigo
presencial.
Ver esas montañas negras y ese cielo enrojecido mientras
comía, después de cerciorarme de que mi hijo y su madre se encuentran lejos de
la zona del incendio, me ha provocado una emoción intensa. La normal en estos
casos en que la tragedia se filtra en la cotidianidad. Que la tierra y el cielo
cambien de color parece propio de un sueño o de una fantasía apocalíptica. Una
inversión de los términos según los cuales la realidad es observada. Es así
como nos damos cuenta de que somos nosotros quienes miramos las cosas a través
de unos parámetros preestablecidos. Colores y formas nos sirven para
representarnos el mundo y la costumbre nos hace creer que los que percibimos son
inmutables, inevitablemente asociados a objetos y paisajes. De ahí la sensación
de extrañamiento cuando estos cambian.
Me ocurrió lo mismo cuando visité Palestina. Al ver las
fortificaciones de los colonos sionistas rodeadas por campos de labranza
desocupados, llenos de escombros y de restos de maquinaria agrícola convertida
en chatarra, me parecía estar viviendo en una pesadilla, una especie de ficción
malsana y surreal.
Hoy la tierra de Málaga es negra, el cielo rojo y la lluvia
gris, el gris de la ceniza; o de la melancolía. Los periódicos se llenarán
mañana de esos dos colores, el negro, con sus tonos de gris, y el rojo fuego,
rojo anaranjado, intenso, un rojo que genera una luz mortecina iluminando las
nubes; o el humo.
La pregunta que me viene es si el fuego es una metáfora dela
crisis, o la crisis solo es el escenario ideal para que proliferen este tipo de
espectáculos apocalípticos de alto poder destructor. Posiblemente ambas cosas.
En un artículo de un representante de Greenpeace, se dice que no podemos culpar
a los recortes actuales de la virulencia del fuego veraniego, y que las
políticas de prevención y de protección de bosques y entorno natural vienen
siendo raquíticas desde hace muchos años. Yo me resisto a creer que la
casualidad haya querido que el año de los recortes se hayan quemado más
hectáreas que en los años 2010 y 2011 juntos. Me resisto tal vez por un sentido
de la desconfianza más fuerte que la razón misma, pero verificado muchas veces
por la experiencia y posterior análisis racional de los acontecimientos. En
todo caso, el fuego que ha dejado ennegrecida la tierra, calentará el otoño que
se avecina. También el fuego en la mirada de quienes, desde ese aparato colgado
en la pared, han hecho todo lo posible para vituperar a Sánchez Gordillo y a
Diego Cañamero con el fin de defender los elevados valores de la propiedad
privada y la paz social, que tanto daño han hecho a la clase trabajadora en un
país donde ambos valores se entienden como una coartada para corruptelas,
pelotazos, chanchullos y abusos en general. Por ejemplo, declarar urbanizables
terrenos quemados que antes no lo eran.
¿Que qué tienen que ver los incendios forestales con los
forajidos andaluces?
El verano, Valencia, la hora de comer, una televisión enorme
colgada en la pared y, claro, el aumento de la temperatura otoñal, que será sin
duda consecuencia inevitable de ambos.