28 de octubre de 2015

La infancia reencontrada. DCAP #03

Esta mañana me ha sorprendido a través de facebook un precioso vídeo-poema realizado por mi amigo Pau Atienza. Las imágenes de Laura, su hija de 6 años, jugando a orillas del mar en verano y un texto de Joana Raspall que transmite de forma llana y emotiva el sentido de la solidaridad. La fuerza de la pieza se debe tal vez a que no hay conceptos tan próximos entre sí como estos dos: infancia y solidaridad. No se trata de la congoja que nos puede provocar a los adultos la imagen del sufrimiento de niños o niñas. Es algo más esencial.

La infancia es un momento de descubrimiento en el cual nos encontramos desnudos ante un mundo que nos golpea por igual en lo bueno y en lo malo. Cambian las circunstancias según nuestra procedencia u origen, pero no hemos sido moldeados por ellas. Por eso en una playa, en un campo de refugiados palestinos o en la frontera húngara ante las alambradas, la imagen de un niño o una niña nos provoca siempre la sensación de estar delante de la verdad, de un ser que conserva la pureza de lo que nos hace humanos a todos y cada uno de nosotros, a cada una de nosotras.

La solidaridad es un acto colectivo, es la socialización de una reacción individual ante el sufrimiento del otro, cuando le reconocemos como parte de un todo al que también pertenecemos. El llanto, la risa, el juego, el miedo. En la infancia reside esa pertenencia originaria. La infancia es nuestra humanidad, fraternidad entre libres e iguales. Por eso una sociedad donde los niños y las niñas sufren el maltrato de las instituciones y de los adultos que las dirigen es una sociedad que debe ser desmantelada, repensada y vuelta a edificar, piedra sobre piedra.

El sábado pasado mi hijo Simón me acompañó al centro de Majadahonda, donde la gente de la Asamblea Popular, más o menos rebautizada como Majadahonda Acoge, había organizado una recogida de ropa para las personas refugiadas que llegan de Siria huyendo de la guerra. Simón ayudó a organizar cajas, jugó con Teo, un niño de su edad que también corría por allí, me acompañó a comprar cinta de embalar y luego patatas y aperitivos, y en un momento dado, agarró un fajo de octavillas informativas y se dedicó a repartirlas en medio de la calle. Se las entregaba a la gente que pasaba y les decía "Para los sirios de la guerra".

Nada de lo que hizo le fue impuesto, ni se le empujó o convenció de ninguna manera. Tampoco creo que para él hubiera diferencias entre cada una de esas actividades. Jugar, correr, llenar cajas de ropa, ir a comprar o repartir octavillas. Una experiencia libre y justa compartida con sus semejantes. Un acto puro de humanidad. Como jugar con las olas a la orilla del mar un cálido día de verano.