Pero hay veces que la persona que encarna esos personajes es traicionada por su propia humanidad a través de las emociones, y su forma de reaccionar trasgrede todos los parámetros de conducta preestablecidos e impuestos por esa ficción. Se rompe el encanto y se crea esa imagen de la que hablaba el filósofo, una imagen-grieta por dónde emerge la realidad, dejándonos atónitos.
Una de estas imágenes, tal vez la más impactante, fue la de
dos aviones estrellándose en las Torres
Gemelas de Nueva York. Imágenes fruto de la emoción de los ciudadanos ante el
momento, no de la intervención planificada de un profesional. Una ficción
llamada el Fin de la Historia se derrumbó ante millones de espectadores en todo
el mundo. Por eso esas imágenes fueron repetidas una y otra vez, una y otra vez
de forma convulsa en las primeras horas, con el vano fin de convertirlas en
imagen televisiva, en algo que ocurrió en la realidad de la televisión, en esa
ficción que continuaría luego con la Guerra Contra el Terror.
En un entorno más próximo, el beso que Iker Casillas le dio
a su novia Sara Carbonero mientras esta le entrevistaba a pie de campo después
de ganar la final del Mundial de Sudáfrica, sufrió la suerte contraria. Ni se
volvió a ver ni se comentó. Algo tendría que ver el pudor y el respeto a la
profesionalidad de Sara Carbonero. También la trasgresión evidente. Para mí esa
imagen ha sido una de las más bellas que he visto en televisión, porque mostró
como la emoción del momento convertía a dos personajes en personas reales, que
dejaban de actuar cómo debían actuar sus personajes para actuar según les
dictaban sus emociones reales. Una imagen que denunciaba la existencia misma de
la ficción.
Otra imagen reciente ha pasado más desapercibida, pero
contiene una carga de realidad mucho más profunda, porque es una realidad
oculta que compone las infraestructuras de nuestra sociedad, aquello que la
ficción diaria pretende ocultar precisamente. Cuando el Real Madrid marca el 2-1 en la
final de la Champions contra el Atlético de Madrid, el presidente Florentino
Pérez rompe el protocolo y la disposición de personalidades en el palco para
dar la mano al expresidente Aznar, que a su vez también se ha levantado,
correspondiendo al gesto. Su sonrisa es sincera, pero no solo hay alegría. Hay
complicidad.
Este gesto muestra que quienes ocupan el palco de honor no
lo hacen solo en calidad de personalidades institucionales sujetas al protocolo
establecido. Son a la vez amigos y cómplices. La persona suplanta al personaje.
El gesto sugiere años de relación, de conversaciones, de intimidades, de
intercambio de opiniones, sentimientos y ambiciones. Todo lo que supone, al fin
y al cabo la amistad. Esa complicidad, sin embargo, es más relevante, contiene
una mayor significación simbólica, porque es la amistad entre uno de los
mayores empresarios del país con un ex presidente del gobierno. El que tiene
amigos puede imaginarse perfectamente el contenido de esas conversaciones.
Complicidad en los logros. Cómplices en las consecuencias.
Pero tal vez no sea cierto. Una imagen no es más que una
imagen. Descontextualizada, no significa gran cosa, no enseña más que lo que
enseña. Dos amigos celebrando algo. ¿Qué tiene de malo? Pues la cosa es que el
contexto existe: un palco de honor para personalidades, un partido de fútbol, un
presidente y un expresidente, un país, una política económica, una crisis y
todo lo que configura el mundo alrededor de esos dos amigos, que chocan con
mirada cómplice ante los ojos atónitos de millones de espectadores, afectados
también por ese gol celebrado, pero alejados de esa complicidad, víctimas, en
realidad, de esa complicidad. La imagen, lo dice todo.